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El lugar y la mirada

Paparazzi: B.B

La vida en una gran ciudad (Cian Furlong)

J.F

J.F

Lumiére y compañía

Esfinges (Henri Michaux)

Esfinges (Henri Michaux)

 

Todo cae, dice el Maestro de Ho. Todo cae.

Tú mismo vagas ahora entre

las ruinas del mañana.

 

Esfinge el hombre que te habla, el hombre

que fuiste, el padre que fue tuyo.

¿Qué has aprendido de las preguntas hechas

por la Esfinge?

 

Quien no disuelve al que se encamina

hacia él, ve forjarse en él una Esfinge, y de

qué se muere uno sino de Esfinge.

 

Todo se endurece, dice el Maestro de Ho.

Todo se endurece y vuelve a la mente.

El gesto que no terminamos, la debilidad del

ánimo, la objeción que ofende al odio.

 

La sonrisa, la cara pura que contemplas ávidamente,

a su vez son Esfinge, ella también incomprendida.

 Esfinge que te abrirá una llaga y, andando el tiempo,

cerrará tu camino con duros roquedales infinitos.

 

Todo deja residuo. Todo se petrifica, dice el Maestro

de Ho. Lo mismo el labio qu la piedra. Lo mismo el rayo

que la ruina.

 

versión: José Emilio Pacheco 

La piel del mundo

S.S

S.S

Susan Sarandon

Charles Olson y la persistencia del lugar

El rostro del tiempo

El rostro del tiempo

Ilse Bing, Greta Garbo, 1932

LA CIUDAD ABANDONADA

LA CIUDAD ABANDONADA

Tien-Tsin, 13 diciembre

 

La ciudad más maravillosa que he visto en toda el Asia es sin duda alguna aquella que descubrí, una noche de octubre, al oriente de Khamil, en pleno desierto.

La caravana de camellos reunida con gran trabajo en Turfan, era demasiado lenta para un hombre habituado, en América y Europa, a la rapidez de los trenes de lujo. Además, los conductores mongoles de camellos se me habían hecho odiosos en las tres etapas, durante las cuales había tenido que dominarme para no fustigar a los más desaprensivos. Al llegar a Khamil, con la excusa de hacer nuevas provisiones, parecía que ya no se querían mover de allí. Desesperado al verme detenido en aquella puerca ciudad donde no tenía nada que hacer ni que ver, pregunté al jefe de los sirvientes, Ghitaj, si era posible marchar adelante a caballo, para esperar a la caravana en pleno desierto.

A la mañana siguiente dejamos la repugnante Khamil montados en dos caballos peludos y pequeños, pero rapidísimos, y corrimos hacia el Este.

El aire era frío, pero sereno. La pista se alargaba casi recta entre la hierba corta y dura de la inmensa estepa. Cabalgamos muchas horas en silencio, sin encontrar alma viviente. Al recuesto de una duna arenosa hicimos alto para comer el carnero asado que llevábamos. Ghitaj consiguió hacer un poco de fuego con las malezas y me ofreció la bebida famosa de los mongoles: el té con manteca fundida. Los caballos pacían bajo el sol blanco. Reanudamos la carrera hasta el crepúsculo. Ghitaj decía que junto al camino debíamos encontrar un campamento de pastores de caballos. Pero no se descubría ninguna humareda en parte alguna del horizonte. En el crepúsculo, todavía límpido, se distinguía aún la pista. Una luna casi llena se elevó, a Levante, sobre la línea de la llanura.

Los caballos ya daban señales de cansancio. No podía hacerse nada más que seguir. Volver a Khamil significaba deshacer todo el camino que habíamos hecho, es decir, cabalgar durante toda la noche. Ghitaj continuaba espiando en la polvareda blancuzca de la inmensidad una señal del campamento, que según él, debía hallarse cercano. La luna se había elevado y los caballos relinchaban; se levantó el viento gélido de la noche, no contenido por los montes ni por las plantas. De cuando en cuando, Ghitaj se detenía para escuchar y para beber algún sorbo de vodka. Ninguna tienda, ningún rumor, ninguna voz. Miré el reloj: eran las diez. Hacía dieciséis horas que cabalgábamos. Los caballos marchaban al paso y temíamos que, de un momento a otro, se tendiesen en el suelo, agotados.

De pronto se levantó ante nosotros, a una media milla, una larga sombra alta, maciza, rectilínea.

Ghitaj no supo decirme de qué se trataba. En algunos puntos la sombra se elevaba recta, como una torre. Conforme nos acercábamos, más seguro me parecía que se trataba de las murallas de una ciudad. Ghitaj, más taciturno que de costumbre, no respondía a mis preguntas.

No me equivocaba. En la blancura velada de la luna otoñal, se alzaba ante nosotros la cinta inmensa de una alta muralla, con sus redondas atalayas. ¡Una ciudad!

Me sentí feliz. Aquellas murallas significaban un cobijo, un albergue, una cama, la salvación. Pero Ghitaj permanecía siempre callado y no me pareció muy satisfecho de hallarse allí. Le pregunté el nombre de la ciudad, pero no quiso decírmelo.

-Es mejor no entrar -me dijo de pronto.

No comprendí. Había llegado ante una puerta altísima, de vieja madera, constelada de grandes clavos de hierro. Se hallaba cerrada. Golpeé con la culata del fusil. Nadie contestó.

Ghitaj se había apeado del caballo y permanecía de pie, meditabundo.

Viendo que nadie abría, pensé en dar la vuelta a la muralla para encontrar otra puerta. A una media milla, entre dos torres, se abría una vasta bóveda vacía, especie de boca de un agujero. Entré allí dentro, pero después de haber dado unos veinte pasos el caballo se paró. En el fondo del arco aparecía una puerta cerrada. Mis golpes quedaron sin contestación. No se oía ningún rumor más allá de los batientes gigantescos.

Salí de nuevo para continuar la vuelta al recinto. Las murallas se alzaban siempre altas, vetustas, desiguales, hoscas, como una escollera que no tuviese fin. A poca distancia de la puerta grande se abría una poterna poco aparente, pero visible, porque sobre ella aparecían esculturas de mármol ennegrecido: me parecieron, a la luz contusa de la luna, dos serpientes antropocétaias que se besasen. Estaba cerrada como la otra, pero haciendo fuerza parecía que cediese. Ordené a Ghitaj que me ayudase. A fuerza de golpes de hombro los dos batientes de madera podrida se desencajaron y resquebrajaron.

Pero Ghitaj no quiso entrar conmigo. No le había visto nunca tan abatido. Se tendió en el suelo, con la cabeza apoyada en la muralla, y sacó una especie de rosario.

-Ghitaj espera aquí -dijo-. Ghitaj no entra. Usted no debería entrar.

No le escuchaba. Mi caballo estaba cansado, pero parecía que la proximidad de aquellas construcciones le había dado nuevo vigor. Entré en un laberinto de calles estrechas, desiertas, silenciosas. Ninguna luz en las puertas, en las ventanas: ninguna voz, ningún signo de vida. Todas las salidas estaban cerradas. Las casas eran bajas y, a lo que me pareció, pobres y de deplorable aspecto.

Llegué a una plaza vasta, inundada por la luz de la luna. Alrededor me pareció percibir una corona de figuras, demasiado grandes para ser hombres. Al acercarme vi que eran estatuas de piedra, de animales. Reconocí el león, el camello, el caballo, un dragón.

Las casas eran más altas y más majestuosas, pero cerradas y mudas como las otras que había visto antes. Probé de llamar a las puertas, de gritar. Ninguna puerta se abría, nadie respondía. Ni el rumor de un paso humano, ni el ladrido de un perro, ni el relinchar de un caballo, rompían aquella taciturna alucinación... Recorrí otras calles, desemboqué en otras plazas: la ciudad era, o me lo pareció, grandísima. En un torreón que se alzaba en medio de un inmenso claustro me pareció columbrar un resplandor de luces. Me detuve para contemplar. Un batir de alas me hizo comprender que se trataba de una bandada de aves nocturnas. Ningún otro ser viviente parecía habitar la ciudad. En una calle vi algo que blanqueaba en un pórtico. Me apeé del caballo y a la luz de mi lámpara eléctrica reconocí los esqueletos de tres perros, todavía unidos al muro por tres cadenas oxidadas.

No se oía en la ciudad desierta más que el eco de las cansadas pisadas de mi caballo. Todas las calles estaban embaldosadas, pero, según me pareció, crecía muy poca hierba entre piedra y piedra. La ciudad parecía abandonada desde hacía pocas semanas, o, todo lo más, desde pocos meses. Las construcciones se hallaban intactas; las ventanas de postigos barnizados de rojo, cuidadosamente cerradas; las puertas, apuntaladas y atrancadas. No se podía pensar en un incendio, en un terremoto, en una matanza. Todo aparecía intacto, pulido, ordenado, como si todos los habitantes se hubiesen marchado juntos, por una decisión unánime, con calma, a la misma hora. Deserción en masa, no destrucción ni fuga. Encontré de pronto en el suelo un jubón de mujer y un saquito con algunas monedas de cobre. Si me detenía de pronto para escuchar, no oía más que el roer de las carcomas o el escarbar de los topos.

Cabalgaba por las rayas geométricas que formaba la luna entre las sombras desiguales de las construcciones. Llegué a un palacio, enorme, de ladrillo, que tenía el aspecto de una fortaleza y había sido, tal vez, un alcázar o una prisión. En el portal mayor, dos colosos de bronce, dos guerreros cubiertos de armaduras mohosas, dominaban como centinelas de los siglos muertos, mirándose fieramente desde el fondo de sus cuencas vacías.

Y entonces comencé a sentir el horror de aquella ciudad espectral, abandonada por los hombres, desierta en medio del desierto. Bajo la luna, en aquel dédalo de callejones y de plazas habitadas únicamente por el viento, me sentí espantosamente solo, infinitamente extranjero, irrevocablemente lejano de mi gente, casi fuera del tiempo y de la vida. Me sentía sacudido por un escalofrío, tal vez de cansancio y de hambre, tal vez de espanto. El caballo caminaba ahora muy lentamente, con el belfo hacia el suelo, y de cuando en cuando se detenía y temblaba.

Conseguí, por fortuna, encontrar la poterna por donde había entrado. Ghitaj, envuelto en la pelliza, dormitaba. A la madrugada divisamos una humareda lejana: era el campamento que creíamos poder encontrar la pasada noche. Mi caravana llegó dos días después.

Nadie, en toda la Mongolia, ha querido decirme el nombre de la ciudad deshabitada. Pero con frecuencia, en Tokio, en San Francisco, en Berlín, vuelvo a verla como un sueño terrorífico, del cual, tal vez no se desearía despertar. Y me siento punzado por la nostalgia, por un gran deseo de volverla a ver.

 

                             Giovanni Papini

Nadja en París

el hombre que duerme


Georges Perec - Un homme qui dort
Cargado por LTT. - Mira películas y shows de TV enteros.

B.B

B.B

Éxodo

Éxodo

Descienden planos como estratos labrados en los templos. Abajo los hombres revueltos con las bestias, aridez, sudor vuelto a secar. Y seguir con un botín de fatiga mortal, de odio sin objeto.

Bajo la noche se agolpan los pensamientos- cuerpo sobre cuerpo,

vientres exangües. Descenso hacia los pliegues profundos.

Un caldero funde entre las lajas sueltas mascarillas, monedas, el espejo que multiplica un mismo rostro.

Recuento perdido en los declives. El mirlo, dicen, denuncia lo que acecha a la vueta de los desfiladeros. Ruido de cascos, cabalgatas desde el sueño

-vías condenadas. Y el agua tiñéndose de rojo.

En la piel reaparecen las marcas.

La muerte se mete por los poros. Muchedumbres silenciosas

como cráteres extintos. Una flauta se oye desde los toldos.

El humo se abate en la llanura.

Lejos, el tren detenido como un caparazón deshabitado.

¿Dejaron de ser dioses? Sien herida por un disco, crin ya vuelta llama. La planicie salía de la oscuridad,

antes de los dioses,

cuando el mundo ya era.

Sobre la tierra seca migraciones de flamencos anidan entre el lodo y la sal. En la orilla se acumula la existencia precaria, insectos-

materias volátiles como impulsos irreflexivos.

Huellas desencontradas donde empiezan travesías

sin término. El apremio dispersa alas pequeñas,

escamas de nácar

vuelan en el atardecer.

Sombra indecisa entre los glifos, estación sin premura-

difiere el ciclo de lo húmedo. En los esteros secos

flores de papiro se deshacen. Y las pequeñas madres

-amuletos de barre, cuelgan de los árboles,

se balancean. 

Elsa Cross (sobre una foto de Sebastiáo Salgado)


El amor a la ciudad



La Habana se dibuja, crece, se define, sobre el cielo luminoso del atardecer. Y con esta visión se precisa, extiende y profundiza, se afirman los valores eminentemente espectaculares de la ciudad... La entrada de su puerto parece obra de un habilísimo escenógrafo. Como en Brujas, donde un arquitecto ha tenido la genial idea de instalar la estación de ferrocarril en una catedral gótica, el turista se encuentra con una visión que no defrauda sus ilusiones rómanticas, la de los castillos coloniales, con fosos y atalayas, que son una materialización tangible de imágenes impuestas a su espíritu por la lectura de novelas o relatos históricos. La Habana es, además, de todos los puertos que conozco, el único que ofrezca tan exacta sensación de que el barco, al llegar, penetra dentro de la ciudad. Alejo Carpentier 

Writing the picture

Writing the picture

 

Mistakes, like the ill-chosen furniture

Of the settled life, surround me now.

I am their willing prisoner.

They are my destiny, my vow:

The cigarette case, the divorce

The too-long lunch-time and the lunch-time horse.

But though it can’t be guaranteed,

There is a crest to every slope,

Forgiveness in another’s need

Of you, a need that gives you hope.

I’d take the bus to anywhere

To bring my grandson his old teddy-bear

 

 

John Fuller

Ver, Saber

Ver, Saber

La mirada que observa se guarda de intervenir: es muda y sin gesto. La observación deja lugar; no hay para ella nada oculto en lo que se da. El correlativo de la observación no es jamás lo invisible, sino siempre lo inmediatamente visible, una vez apartados los obstáculos que suscitan a la razón las teorías y a los sentidos la imaginación. En la temática del clínico, la pureza de la mirada está vinculada a un cierto silencio que permite escuchar. Los discursos parlanchines de los sistemas deben interrumpirse. "Toda teoría calla o se desvanece siempre en el lecho del enfermo", y deben reducirse igualmente los propósitos de la imaginación, que anticipan en lo que se percibe, descubren ilusorias relaciones y hacen hablar a lo que es inaccesible a los sentidos. Michel Foucault   

Marina

Marina

 

Qué exhaustas aguas contra la frágil costa,

qué oleada gris contra los postes. E islas

más allá y bancos donde un incierto afán

se separa del día que nos deja.

 

Qué dispersas lluvias navegas, qué luces.

¿Cuáles? ignora si no finge el pensar,

si no recuerda niega: allá viví,

consciente aquí del tiempo de otro modo.

 

Qué memoria heredamos, qué imágenes,

qué edades no vividas, qué existencias

fuera de la alegría y del dolor

luchan en la marea con los muelles

 

o en el mar que florece y se despide.

Regresas tú, te acoges a esta orilla

y en el cielo que zarpa chirría un pino

de pájaros que vuelven, corazón.

 

Mario Luzi (versión Rodolfo Alonso)

 

Ver es ya conquistar

Ver es ya conquistar

La mirada está al principio del poder. Ver es ya conquistar, afirmar una posesión mágica del objeto. Y ¿por qué casualidad, en la mayoría de los idiomas, el mismo verbo expresa también “comprender”? Es que este poder culmina en conocimiento.

Jean Paris (El espacio y la mirada)

imagen: IkkaUimonen

En abril de 1944, Paris todavía respiraba

En abril de 1944, Paris todavía respiraba

 

Descendíamos hacia el río fiel: ni su ola ni nuestros ojos habían 
                                                                                 abandonado a París.
No pequeña ciudad, sino ciudad infantil y maternal.
Ciudad que todo lo atraviesa, como un sendero de verano,
lleno de flores y de pájaros, como un beso profundo, lleno también 
de niños sonrientes, y de madres frágiles.
No una ciudad en ruinas, sino una ciudad compleja, marcada por
                                                                                           su desnudez.

Ciudad entre nuestras muñecas como una atadura rota, entre nuestros
ojos como un ojo ya visto, ciudad repetida indefinidamente como un
                                                                                                        poema.
Ciudad siempre semejante a sí misma.
Vieja ciudad... Entre la ciudad y el hombre no había ni siquiera el espesor
                                                                                                    de un muro.
Ciudad de la transparencia, ciudad inocente.

Entre el hombre abandonado y la ciudad desierta, había más que 
                                                                                                    el espesor de un espejo.
Sólo había una ciudad que presentaba los colores del hombre, tierra 
                                                                                                 y carne, sangre y savia.

El día que juguetea en el agua, la noche que muere sobre la tierra.
El ritmo del aire puro es más fuerte que la guerra.
Ciudad con la mano tendida, y, entonces, todo mundo  ríe y todo mundo
                                                                                           goza. Ciudad ejemplar.

Nadie pudo saltar los puentes que nos conducían al sueño y del sueño 
                                       a nuestros sueños y de nuestros sueños a la eternidad.
Ciudad perdurable, donde viví un día nuestra  victoria sobre la muerte.

PAUL ELUARD

imagen: Willy Ronis