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El lugar y la mirada

Berlín: el aura de una ciudad 2

Berlín: el aura de una ciudad 2

      Los recuerdos, incluso cuando se extienden en detalles, no siempre representan una autobiografía. Y con toda seguridad esto no lo es, ni siquiera en lo referente a los años de Berlín, que son de los que únicamente aquí se trata. Pues la autobiografía tiene que ver con el tiempo, con el transcurso y con aquello que constituye el constante fluir de la vida. En cambio aquí se trata de un espacio, de momentos y de inconstancia. Pues aunque también aquí aparecen meses y años, lo hacen en la forma que tienen en el momento de la rememoración. Esta extraña forma –llámese fugaz o eterna-, en ningún caso la materia de la que está hecha es la de la vida. Y eso se revela aún menos en el papel que aquí desempeñará mi propia vida que en el de las personas que eran –cuando fuese y quienes fuesen- las más próximas a mí en Berlín. El ambiente de la ciudad que aquí se evoca sólo les permite a ellas una breve y vaga existencia. Se introducen furtivamente en sus paredes como mendigos, emergen fantasmalmente en sus ventanas, para luego desaparecer, husmean por los umbrales igual que un genius loci, y si efectivamente ellas llenan incluso barrios enteros con sus nombres, lo hacen del mismo modo que el nombre de un muerto llena la lápida de su tumba. El Berlín sensato y ruidoso, la ciudad del trabajo y la metrópoli del tráfago, realmente se ha mostrado no menos sino más bien más llena que algunas otras de muertos en los lugares y en los instantes en que da testimonio de esos muertos, y tal vez el oscuro sentido de estos instantes, de estos lugares, sea más que cualquier otra cosa lo que le da a la infancia eso que la hace tan difícil de comprender y al mismo tiempo tan seductoramente atormentadora como los sueños medio olvidados. Pues la niñez, que no conoce ninguna oposición preconcebida, tampoco conoce ninguna sobre la vida. Se muestra tan artificialmente unida (aunque no menos reservada) al reino de los muertos, allí donde éste surge introducido en el de los vivos, que a la propia vida. Es difícil saber hasta dónde es capaz un niño de remontarse; depende de muchas cosas: de la época, del entorno, de la naturaleza y de la educación. Que mi sensibilidad a esa tradición de la ciudad de Berlín que no se deja refundir en unos cuantos datos sobre la redada de Stralau, Fridericus mil ochocientos cuarenta y ocho, es decir, a esa tradición topográfica que representa la unión con los muertos de este suelo, sea limitada, está determinado por el hecho de que las familias de mis padres no fueran nativas de aquí. Esto pone sus límites al recuerdo infantil, y es éste, más que la propia experiencia infantil, la que se expresa a continuación. Pero por donde quiera que discurra este límite, es seguro que la segunda mitad del siglo XIX está a este lado del mismo, y a ella es a la que pertenecen las siguientes imágenes, no en el sentido de imágenes generales sino en el de aquellas que según la teoría de Epicuro se disocian constantemente de las cosas y condicionan nuestra percepción de ellas.

Sin duda hay incontables fachadas de la ciudad que están exactamente igual que en mi infancia; pero cuando las miro no me encuentro con mi propia infancia. Con demasiada frecuencia las han rozado mis miradas desde entonces, con demasiada frecuencia han sido decoración y escenario de mis paseos y recados. Y las pocas que constituyen una excepción a esta regla –sobre todo la iglesia de San Mateo en la plaza de San Mateo- quizá sólo lo sean aparentemente. Pues ¿realmente he visto de niño con frecuencia, o he conocido siquiera ese rincón, tan apartado como está? No lo sé. Eso que hoy me dice se lo debe probablemente en su totalidad a la propia arquitectura: a la iglesia con sus dos angulosos tejados a dos vertientes encima de las naves laterales y con el ladrillo amarillo y ocre del que está hecha. Es una idea pasada de moda con la que sucede como con algunos edificios pasados de moda; aunque por supuesto no han sido pequeños con nosotros, aunque tal vez ni siquiera nos conocían cuando éramos niños, sin embargo saben muchas cosas de nuestra infancia y los amamos por ello. Pero yo me encontraría a mí mismo muy cambiado actualmente, a esta edad, si tuviese el valor de cruzar la puerta de cierta casa por la que he pasado de largo miles de veces. Una puerta situada en el Viejo Oeste. Aunque ni ella ni la fachada de su casa le dicen nada ya a mis ojos. Las plantas de los pies seguramente serían las primeras que, una vez cerrada la puerta de la casa detrás de mí, me avisarían de que habían encontrado en mi propio interior la distancia y el número de los ya pisados escalones, de que al entrar en esta pisada escalera que une las plantas del edificio habían encontrado viejos rastros, y si no vuelvo a cruzar el umbral de esa casa es por miedo a que un encuentro con ese interior de la escalera que, en su retiro, ha conservado la capacidad de reconocerme que la fachada ya perdió hace mucho tiempo. Pues ella, con sus cristales de colores, ha permanecido igual, pero en el interior, donde se habita, nada siguió siendo como antes. Monótonos versos llenaban los intervalos de los latidos de nuestros corazones cuando, agotados, hacíamos una pausa en el descansillo que hay entre las plantas. En ellas se reflejaba la luz del atardecer, o bien relampagueaba una ventana de la que una mujer de marrón castaño con una copa salía flotando como la Madonna de Rafael de una hornacina, y mientras los cordones del cartapacio me cortaban en los hombros yo tenía que leer: El trabajo es el adorno del ciudadano, el éxito es la recompensa del esfuerzo. Afuera llovía otra vez. Uno de los cristales de colores estaba abierto, y al ritmo de las gotas se continuaba escaleras arriba.

A la espalda quedaba el almacén, con las peligrosas y pesadas puertas que dentro de las fuertes espirales oscilaban elásticamente, y ahora se había entrado en el embaldosado, que estaba resbaladizo por el agua del pescado o por el agua de fregar y sobre el que tan fácilmente se podía uno resbalar con zanahorias o con hojas de lechuga. Detrás de separaciones de alambre, cada una provista de un número, reinaban las mujeres de torpes movimientos, sacerdotisas de Ceres en venta, mercaderes de todos los frutos del campo y del árbol, de todos los pájaros, peces y mamíferos comestibles, alcahuetas, colosos intocables, de lana de labores, que de puesto a puesto se entendían temblando como un relampagueo de los grandes botones de nácar o con un golpe al negro delantal retumbante o al monedero lleno de dinero. Bullía, brotaba y se hinchaba bajo el dobladillo de sus faldas, ¿no era éste el verdadero suelo fértil? ¿No arrojaba a sus regazos un dios del mercado en persona los artículos –fresas, mariscos, setas, masas compactas de carne y de berza-, invisiblemente presente junto a ellas, que se le encomendaban mientras que, apáticas y silenciosas, pasaban revista a las filas de las amas de casa indecisas que, cargadas con cestos y bolsos, se afanaban en conducir a su cría delante de ellas por esas callejuelas resbaladizas de mala reputación? Y cuando en invierno se encendían temprano por la tarde las lámparas de gas, uno creía de pronto sumergirse y sólo entonces sentir en el suave resbalar la profundidad que se esconde bajo la superficie marítima que, perezosa y traslúcida, se movía en las aguas estancadas y vidriosas. Walter Benjamin

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